Imagino que un ataque de nostalgia me está haciendo revivir durante estos días mis fetiches fotográficos de la infancia, aquellos que determinaron que me convertiría en una viajera empedernida, curiosa de remate y con un afán insaciable por conocer todo lo que me enseñaban mis antiguas maestras y digo bien, maestras, porque casi todas las que aportaron algo importante a mi vida fueron como Hipatia, mujeres sabias y divinas. Alguna desalmada teñida y superficial también hubo, no crean.
El caso es que de nuevo recurro a una imagen de mi niñez, una postal ultrafamosa, convertida en diapositiva gigantesca y que llenaba mi cabeza de extraños runrunes, como si Antoñita la fantástica se hubiese comido a Marco Polo. Sí, posiblemente algo parecido sea yo.
Lo cierto es que eran aquellos paños helenos pegados al cuerpo de ese enorme mascarón de proa pétreo, sinuoso y tremendamente femenino, cuya imaginada desnudez hablaba de la antigua Grecia, los que me hacían interesarme por los geniales artistas de aquel imperio, quienes poco podían prever lo que sus descendientes sufrirían con el euro.
Ahora la Victoria de Samotracia descansa altiva, con sus casi dos metros y medio de alto, en la escalera Daru del Museo del Louvre. Lo hace, impertérrita y sabiéndose admirada, desde 1884. Su ubicación excepcional hace que si entras en ese templo del arte ajeno, por narices tengas que mirarla, abrir la boca y quedarte pasmada… ¡Impresionante!
Lo único que ha cambiado desde que me la presentaron siendo niña, es que entonces me hicieron creer que había sido esculpida para celebrar la Batalla de Salamina y ahora la han datado en tiempos de Antíoco III el Grande, hacia el 217 a. de C., una centuria de diferencia a ojo de buen cubero. El resultado es el mismo y es que a mí me sigue fascinando.