Hemos estado hablando de la Semana Santa y de sus manifestaciones gastronómicas, referidas a toda España y, por cierto, animo a todos los amigos latinos a que me envíen alguna receta o curiosidad propias de sus países en estas fechas.
Hoy me voy a centrar en una receta que para mí tiene un encanto especial, exclusivamente porque es muy típica de mi Comunidad Autónoma: Andalucía. Sus ocho provincias se lucen con este plato crujiente, delicado y dulce al paladar que nos entronca con la tradición mozárabe más pura y exquisita.
No obstante, los pueblos de la provincia de Cádiz se llevan la palma en su fina elaboración; así como los fabricados en la provincia de mi Málaga, donde los hacen en una variante deliciosa, rellenos con cabello de ángel y que se llaman borrachuelos.
No seríamos justos si, sin despreciar otros puntos en los que se “firman” estos fantásticos dulces, no nombrásemos a los que provienen de Toledo, donde se han convertido en el plato estrella de la Semana Santa toledana.
Sea como fuere, parece mentira que, con tan poquitos ingredientes se pueda elaborar algo tan enrabiadamente delicioso.
– 200 g de harina
– 1/2 vaso de miel
– 3 cucharadas de aceite
– 1 cucharada de anís verde
– 1 cucharada de sésamo o ajonjolí
– 3 cucharadas de Jerez
– Azúcar
– Piel de 1 limón
– Sal y agua
Ponemos las tres cucharaditas de aceite a calentar y freímos, durante unos segunditos, la piel de limón; añadimos el anís verde y el ajonjolí. Apartamos y dejamos enfriar.
Ponemos la harina sobre la mesa de trabajo, formando un volcán y en el interior ponemos una pizca de sal, el aceite de limón frito y colado y el Jerez. Amasamos hasta que la masa sea manejable. Golpeamos la masa y seguimos amasando 15 minutos más hasta que sea fina y elástica. Es el momento de hacer una bola y taparla con un paño, mientras reposa durante una hora.
Cocemos la miel en un cazo con cinco cucharadas de agua, dejamos que hierva y entonces bajamos el fuego para que cueza diez minutos. Apartamos y reservamos.
Estiramos la masa con un rodillo y cortamos tiras de unos diez centímetros y finísimas que iremos enrollando. Finalmente los freiremos en abundante aceite bien caliente, hasta que doren por todos los lados. Sacamos, secamos con papel de cocina, los bañamos en el almíbar de miel y, sobre una rejilla, los espolvoreamos con azúcar.