En el corazón de Asia, donde siete milenios antes del nacimiento de Cristo ya existían pobladores, las civilizaciones, los imperios, han encontrado por sus veredas y caminos las sendas del comercio y la comunicación entre los pueblos. Cuando otros andábamos como monos, ellos ya tenían sus primeras ciudades de la mano de la cultura Shortughai.

El Valle del Indo, la Ruta de la Seda, el Imperio Persa o la historia de Alejandro Magno sería distinta sin la presencia permanente de la ‘tierra de los afganos’ que es lo que, en lengua pastún, significa Afganistán. Pero esa misma situación que lo hacía privilegiado, convertía a este estado en un lugar codiciado para las estrategias económicas, comerciales y políticas de otros.

Así, los habitantes de Afganistán ha tenido que acostumbrarse, si es que a eso se puede acostumbrar alguien alguna vez, a las continuas invasiones de todo tipo. Británicos, soviéticos, norteamericanos y hasta españoles, han campado por aquellas tierras con las más peregrinas excusas.

Hoy la inestabilidad sigue presente en un país en el que las mujeres se vieron obligadas a vagar bajo sábanas, como eternos fantasmas con burka; las niñas tenían prohibido asistir a las escuelas; los hombres volaban estatuas milenarias Patrimonio de la Humanidad; y los señores de la guerra sembraban el terror entre la población.

Sin embargo, los afganos tienen derecho, como cualquier otro pueblo de la Tierra a decidir su presente y su futuro. Por fin los rostros de sus mujeres pueden sentir el viento, aunque aún quedan muchas ocultas bajo esas telas; las niñas van al colegio, aunque aún quedan muchas en sus hogares; los hombres pasean con esperanza… pero el extranjero debe limitarse a ser invitado y jamás invasor. Eso dicen los rostros de Afganistán.

Fotografías de cordelia_persen.
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