Tenía que ser así, porque es el alma misma de una Portugal popular y profunda. De hecho, el fado es a Portugal lo que el Tango a Argentina o el flamenco a España. Música y poesía unidas como expresión de un pueblo, de una forma de sentir la vida, como una manera de manifestar el lamento, la emoción y también la esperanza y a veces, incluso, la alegría. Pero se trata sencillamente de eso, de sentimientos y emociones y por eso hoy, la voz de Portugal ya se encuentra protegida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
Y como toda buena y genuina expresión humana, el fado es también el resultado de muchas mezclas, de mestizaje, de añadidos extranjeros por admiración pura y dura. La pasión despertada en visitantes fascinados por la belleza del canto y los acentos importados por emigrantes que regresan, afectados musicalmente por el lugar en el que estuvieron. Todo confluye y todo conjunta para hacer crecer un mito en la garganta de algún lisboeta.
En una casa de fado o en escuelas donde se enseña el arte desde el principio, en el recuerdo de Doña Amalia Rodriguez o en los destellos de la contemporánea Dulce Pontes, las notas vienen y se quedan prendidas de los oídos encandilados de millones de admiradores.
Una guitarra acústica, una guitarra portuguesa, con su forma de laúd y sus doce cuerdas, y la voz de un hombre o una mujer dispuestos a conmover con arte puro el corazón de una piedra. Es el fado…