La montaña se abre, desbancada a tajos impresionantes, geométricos, labrados con las manos del hombre más allá del sueño de los Incas. Son las minas de sal de Maras, entre Perú y Bolivia. A más de 3.000 metros, los hijos de la altura extraían el mineral para dejar un legado que ha sobrevivido a todos los tumbos del tiempo.
El Valle Sagrado de los Incas, en los alrededores de Cuzco, se resquebraja a jirones inundados. Será el sol cercano de Machu Picchu el que seque las aguas paridoras de granos compactos, para que las manos resecas de trabajadores abnegados curtan sus arrugas con el salitre de las entrañas montañosas. El espectáculo para el turista resulta fascinante. Boquiabiertos y asombrados intentan dibujar en alguna pared salada su mensaje para la posteridad.
Sin embargo, en esta zona de Urubamba, las salinas marcan el ritmo de vida, duro y penoso, de muchas familias. La faena milenaria parece venir instalada en la ADN de estos peruanos y bolivianos que pasan su vida doblados, quitándole capas a la tierra. Pocos nos paramos a pensar, cuando degustamos un plato delicioso, que el pellizco blanquecino que potenció el sabor, llegó a nuestras casas gracias a tanto esfuerzo.
Es un espectáculo para quienes llegamos hasta allí y luego nos vamos, manteniendo en el recuerdo la estampa prodigiosa de las piscinas salineras del Valle Sagrado de Maras. Pero mañana, los hijos de los Incas volverán a levantarse para pasar la jornada agachados bajo el sol, picando la tierra que dará de comer a sus hijos que otro día harán lo mismo por los suyos. Sería bueno tenerlo en cuenta cuando bajamos del autobús para hacer una foto.