La mañana del 6 de enero Sus Majestades de Oriente, los Reyes Magos, ya han terminado su trabajo. Los niños se levantan después de una noche en la que los nervios y la emoción hicieron difícil conciliar el sueño y, desde muy temprano, campan por los pasillos de casa alegres y divertidos con los regalos que dejaron los viejos Reyes Magos.
Pasada esa primera impronta que se repite cada año, llega otra de los momentos más tradicionales de estas fechas, la cata del Roscón de Reyes. Su origen, tal y como ha llegado hasta hoy, es señalado en el siglo XI español, más concretamente con la institucionalización del Rey del Haba, una de esas ideas tan apegadas a la forma de mal entender la solidaridad a través de la extraña caridad cristiana.
Por aquel entonces, época de vasallajes y señoríos, donde la población sufría grandes hambrunas mientras los señores feudales vivían sin dificultades a costa del pueblo, se elegía el día de la Epifanía a uno de los niños más pobres del lugar y se le coronaba como Rey del Haba, se le hacían regalos, se le vestía de nuevo y se le daba de comer.
Las familias, en su intimidad, comenzaron a emular este proceder y elaboraban su dulce en forma de gran rosca muy básica, sin las florituras de elementos y componentes que llevan hoy. En su interior colocaban un pequeño objeto, por lo general una alubia o una monedita. Quien la encontraba en su pedazo de rosca, era coronado rey y le tocaba presidir la mesa.
En la actualidad, la tradición del Roscón o Rosca de Reyes se vive con gran intensidad en los países latinoamericanos, con especial profusión en España y México.