Estamos más acostumbrados a encontrar documentación gráfica sobre la Filipinas más conocida, una república del sudeste asiático, situada en el océano Pacífico. Sin embargo, al margen de ciudades más pobladas como Manila o Quezón, adentrarse por los pueblos y aldeas de la Filipina más auténtica es encontrarnos con las raíces indígenas del pueblo tagalo.
Lejos de los mantones de Manila y la herencia española, de la influencia norteamericana y las continuas invasiones, Filipinas es un país de gente trabajadora, de personas unidas a la pesca o, tierra adentro, a las labores del campo, como cualquier otro lugar de campesinado duro con el que sobrevivir ante la fortaleza y la realidad de la tierra.
Es una vida pobre, que coge lo que la agricultura le ofrece para sobrevivir y construir sus típicas casitas, en las que suelen vivir más de una generación de la misma familia.
Rodea a esa vida cotidiana, en la que se mezclan las vivencias de chiquillos y mayores, una naturaleza explosiva, cargada de biodiversidad y absolutamente impredecible; a la que los filipinos respetan y han aprendido a adaptarse, conviviendo en un ambiente que a veces puede resultar hostil. Pero como te dirían ellos, estamos en casa.