Nos trasladamos hoy a la ciudad menos norteamericana de Estados Unidos. Esa es Nueva Orleans, una urbe que destaca por sus contradicciones, por su toque pícaro y el ambiente relajado, por la contraposición y la mezcla de culturas, por los toques criollos, franceses, españoles y, por supuesto, por esa cadente elegancia sureña, tan típica de la zona.
Pero vamos a quedarnos con el corazón mismo de la ciudad, fundado por los europeos procendentes de Francia y España allá por la década de los años 20 del siglo XVIII. Un asfalto adoquinado sobre el que se elevan maravillosos ejemplos arquitectónicos de la Europa dieciochesca y decimonónica.
Junto a esas bellezas coloniales, las tiendas de objetos dedicados a la práctica del vudú, la religión animista que llegó a EE.UU. de la mano de los esclavos procedentes del África Occidental. Todo un entramado de parafernalia destinada a conseguir el favor de los habitantes del otro mundo y la gracia de los espíritus y los seres sobrenaturales.
Y las calles repletas de artistas: músicos de jazz, estatuas vivientes, magos e ilusionistas, actores y bailarines… todo ello frente a un símbolo del sur de la Norteamérica más tradicional y conservadora: El río Mississippi. No obstante es el lugar perfecto para saborear el mejor cafe au lait de Louisiana, en la terracita del Café du Monde, una institución del Vieux Carré, el nombre por el que los habitantes de New Orleans conocen el Barrio Francés.
Por mí pasaría allí cada primavera, justo en el momento en que la ciudad sale a la calle para celebrar el Mardi Gras.