Desde niña su imagen llenó mi cabeza de fantasías que cabalgaban entre los datos históricos y las proezas de mi imaginación. Miraba las filminas que mi profesora de Arte proyectaba en la pared desnuda de mi aula y mi cerebro cabalgaba desbocado hacia las tierras del Antiguo Egipto.
Siempre era un escriba, un hombre de letras, con habilidades matemáticas capaces de llevar las cuentas de palacios y templos y enmendarles la plana a reyes y sacerdotes, con lo que eso suponía hace 5.000 años. Pero además nos contaban las historias a nosotros, aquellos que íbamos a descubrir su mundo, cinco milenios después, a través de diapositivas y mirando a sus ojos de cristal de roca y cuarzo, en ese rostro impasible y cromado siguiendo las leyes del color del arte egipcio, bien morenito para los varones.
Sobre sus piernas cruzadas, un papiro… ¿Qué demonios ponía allí? Siempre me preguntaba lo mismo… hasta que con la edad conseguí viajar y descubrir que allí lo ponía todo. Ellos nos habían dejado el mejor de los legados, la costumbre de seguir escribiendo y leyendo y… la magia de sus estatuas esculpidas por otros, artistas que encontraron en ellos un motivo cotidiano.
Sin duda el más famoso es el Escriba Sentado del Museo del Louvre, porque es el mejor conservado y su mirada inquietante parece saberlo todo. Pero no es el único. Yo sentí la misma emoción ante las esculturas del Escriba Sentado del Museo de El Cairo y ante la estatua del que fuera hallado en Gizeh, con su bigotillo tan contemporáneo, o el Amenhotep del Museo de Luxor…