Templo de Hatshepsut

Bajo un sol de justicia, a mediados de un mes de Julio que ha permanecido inalterable en los recovecos de mi memoria, llegué con la boca seca como todo el desierto hasta los pies de la Reina.

Hacía tanto que ella había existido que podría decirse que de ser otro mortal no quedaría rastro de su trasiego. Pero estaba más viva que nunca, paseando su vigor por cada mota de polvo intemporal que cubría el nomo de la antigua Tebas.

Yo apenas acababa de cumplir los veinte y ella ya peinaba canas de casi 3500 años. Nada en el lugar afeaba su belleza, austera pero agigantada con el paso de los siglos. Y mi curiosidad de peregrina ansiosa de antiguas historias se quedó colapsada por el rayo de Amón-Ra, cuidador de una hija casi tan eterna como él.

Los ojos cegados por la luz polvorienta de un Sahara implacable y hermoso, como todo lo extremo, alcanzaron a retener un momento de gloria y de la exquisita maravilla excavada en la piedra: El Dyeser-Dyeseru (El sublime de los sublimes) de Deir el-Bahari.

Cabeza de la Reina-Faraón

Es el templo dedicado a su recuerdo, al paso caduco y efímero de su cuerpo de Reina-Faraón; de mujer de poderosa “barba”; de madre “paternal” hacia sus hijos súbditos; de poderosa sensualidad femenina y “viril porte faraónico”. La reina Hatshepsut estaba allí, por todas partes, dominando uno de los valles funerarios más hermosos de Luxor.

Senemut, el arquitecto-amante, había conseguido tres cosas impagables: Erigir un templo de estilo único en todo Egipto, compartir el tálamo del “guerrero-hembra” y dejarme sin habla (la más difícil de las tres, aunque a ello contribuyó la falta de agua y los 45 grados a la sombra).

Nunca antes o después vi una montaña de inmensa piedra abrazar de forma tan perfecta y delicada a una construcción humana. El Templo de Hatshepsut es Hatshepsut en sí. Colócate delante de su escalinata y prepárate para un viaje inolvidable.

Fotografías de Postdlf, Ian Lloyd, Wouter Hagens y Francesco Gasparetti.
Licencia Creative Commons
.