Imposible describir lo que los ojos ven. Difícil captar con el angular de la cámara, la fotografía ideal que muestre al lector cuanto contempla el asombrado visitante. Millones de litros de agua rompen la serenidad del entorno selvático y atronan sin piedad los oídos indefensos de quienes se acercan a la reina de las cataratas.

Iguazú es agua que cae de las piedras. Pocos son capaces de ver otra cosa con la primera mirada, de fantástico y majestuoso, de imponente y bárbaro que resulta el espectáculo del conjunto líquido se derrama bravo y desbocado, peligroso e indomable, natural y poderoso. Es la fuerza del caudal que nos ubica, dejándonos pequeñitos y maravillados, como niños indefensos.

No es difícil imaginar por qué fue elegida una de las ‘Siete Maravillas Naturales del Mundo’. De no existir el concepto, habría que inventarlo para Iguazú o Iguaçu, aunque aquí poco importa el acento que le pongan a un torrente descomunal que no entiende de divisiones y que deja viajar la mirada, sin que llegues a sospechar, a no ser que te lo cuenten, de qué lado estás.

275 saltos de agua que llegan a protagonizar caídas de hasta 80 metros y, como un dios inmortal y furioso, la Garganta del Diablo. Solo el vaho de sus fumarolas puede verse a 7 kilómetros de distancia. El impacto que produce en la retina esta caída, que además puede ser contemplada por el turista desde una pasarela a tan solo 50 metros del rugido… no hay palabras.

Fotografías de Reinhard Jahn, Mannheim, Martin St-Amant, Mario Roberto Duran Ortiz Mariordo.
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