Tal vez porque donde me ubico ya es la hora de comer y se me ha hecho un pelín tarde y espero, como una loca descosida, que el horno termine el asado que dispuse hace un buen ratazo, o tal vez porque mi cuerpo pide a gritos hidratos de carbono, lo cierto es que sólo puedo pensar en pizza y me he dicho, mmmmmm, ¡qué suerte la de esos viajeros que ahora andan por la bella Italia!
Qué mejor sitio, si no, para degustar una buena pizza, que cualquier punto del mapa italiano. No obstante, si se excarva en los recovecos de la memoria histórica tendríamos que ser generosos y reconocer que ya los antiguos griegos elaboraban un pan delgado al que cubrían con aceite de oliva, queso y algunas hierbas aromáticas.
De todos modos, esta costumbre tan mediterránea que pervive hasta nuestros días, fue adquirida por los romanos, rebautizada como placenta y adornada con laurel, miel y queso.
Así y todo la pizza, tal y como la concebimos hoy en día, no surgió hasta el siglo XVII en los hornos napolitanos y no fue hasta Fernando I que se popularizó. El monarca adoraba la pizza, pero su madre la prohibió. A pesar de ello, Fernando se escapaba de palacio y disfrazado de plebeyo se perdía por las calles de la ciudad con el único objetivo de ponerse morado de pizza.
La internacionalización del producto fue total a raiz de la visita de Margarita de Saboya a Nápoles. A tan ilustre visitante se le sirvió una pizza con los colores de la bandera italiana: tomate (rojo), mozzarella (blanco) y albahaca (verde). El resultado fue bautizado en honor a la reina como Pizza Margherita.