2.000 años de larguísimo tiempo la enriquecen, la amalgaman, la invaden, la conquistan, la ensalzan, la degradan, la abandonan, pero nunca la olvidan. Es Kashgar, el corazón mercantil de la antigua Ruta de la Seda. Una ciudad vieja y cansada, herida de descuido, pero viva y pulsante como un travieso pícaro.
En su zona ¿nueva? se levantan polvorientos montones de adobe, humildes edificaciones de barro y paja, que acoje a una población que no llegó a conocer a sus antiquísimos abuelos milenarios, que recibían a ricos mercaderes visitantes, preparados para cerrar tratos millonarios y ofrecer agua al viajero.
La zona antigua se empeña en conservar la dignidad, a pesar de la desidia de las autoridades, manteniéndose erguida a duras penas, mientras los mosaicos de sus otrora opulentos edificios ruedan por el empedrado, descalabrando míticos recuerdos a cada baldosín que se despeña.
Es la suerte que ha corrido la anciana Kashgar, aquella bellísima y dinámica ciudad-oasis en un confín del desierto de Taklamakán, eterna unidora de Oriente y Occidente. Tal vez por ello, sus niños apenas conservan rasgos orientales y sus caritas evocan más a los turcomanos.
Cada domingo, los habitantes de Kashgar siguen rendiendo pleitesía a su origen mercantil y organizan uno de los mercados más importantes de la zona, al que acuden cientos de agricultores y ganaderos para hacer negocio con sus productos.
Ahora sólo falta que China haga los deberes y preste atención al legado de una ciudad que permanece inalterada en la memoria genética del auténtico viajero y cuya carga mitológica, exacerbada por relatos de lengendarios aventureros, imprime en la imaginación delirios de trotamundo.