Río Grande se empeña en dividir, a fuerza de su irrefutable majestuosidad para ejercer de imponente frontera natural, este espacio a caballo entre México y Texas. Un terreno abrupto, escarpado y escabroso que ha sido esculpido por una naturaleza que ha campado a sus anchas por más de medio billón de años de violenta geología, despiadada erosión y eruptos volcánicos que han convertido la zona en una de las más desoladoras y a la vez vivas del planeta.
A pesar del interés de los fanáticos separatistas, es precisamente la riqueza de su biodiversidad la que mantiene unificada la región, de un incalculable valor ecológico. Pero a pesar de la fascinación que puede ejercer, el hombre no juega aquí más que el descorazonador papel de superviviente.
La tierra adversa nos empequeñece como en pocos lugares del globo. Hasta el más nimio arañazo del espino equivocado podría acarrearnos una infección que nos costaría la vida en cuestión de horas. Serpientes de veneno descomunal, mortíferos alacranes, chinches que chupan la sangre y un clima indómito y agresivo son sólo algunas de las realidades a las que tendríamos que enfrentarnos.
Eso a pesar de que es precisamente un aire de fantasía y de engañosa amabilidad lo que oculta fenómenos que nos hacen plantearnos las más mínimas reservas de nuestra lógica. Manantiales que fluyen roca arriba, montañas que parecen suspendidas en el aire, arcoiris que preceden al aguacero, chaparrales cuyo aroma harían perder el conocimiento al más pintado…
Sin embargo, quién podría negar la belleza a este espacio que estalla en la misma médula del desierto de Chihuahua. Dice la leyenda que en este lugar, Dios arrojó los escombros que le sobraron tras la creación del mundo.