El genio de Diego Rivera es el producto de un innegable talento, una minuciosa preparación, buena dosis de disciplina artística y enorme compromiso social. Todo ello agitado en una especialísima coctelera da como resultado un pintor de envergadura y uno de los referentes hispanos del arte contemporáneo.
Seguir su arte es hacer parada en sus famosos murales, mundo inmenso y abrumador, conmovedor para los comprometidos y de marcadas intenciones hacia la agitación de las conciencias aletargadas.
Su primera incursión en la pintura de frescos la realiza a principios de los años veinte del siglo XIX, cuando en 1922 acomete el acondicionamiento mural del Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Preparatoria Nacional.
La influencia artística de los revolucionarios del octubre soviético, se hace cada vez más patente en sus obras y a su viaje a EE.UU. la controversia se mide con su talla como artista. La culminación de este duelo tiene lugar en 1934, con el acoso de la prensa y el cabreo de John D. Rockefeller, al ver la cabeza de Lenin retratada en el mural del Rockefeller Center.
De regreso a México, la autoridad de Diego Rivera sobre el Movimiento Muralista Latinoamericano resulta incuestionable y el reconocimiento de sus coetáneos le permite recibir premios y condecoraciones.
Junto a su esposa Frida Kalho, Diego Rivera resulta ser uno de los representantes más genuinos del arte mexicano. Una buena manera de pasear por su obra es la visita al Palacion Nacional de la Ciudad de México, en el que realizó una colección narrativa con la historia mexicana desde la época azteca.