El Palacio Sumergido, ese es su auténtico nombre, traducido literalmente del turcoYerebatan Sarayı’. El tiempo, sus propiedades y funciones terminaron por encontrar, también en turco, un nombre más práctico ‘Yerebatan Sarnıcı’: La Cisterna Sumergida. Ahí es donde entra en juego la denominación actual de uno de los monumentos más eclécticos de Estambul: La Cisterna Basílica.

Desde el 532 a. de C., los pobladores de aquella antigua Bizancio trataron de encontrar soluciones al eterno problema de la sequía, realmente una dramática característica de la región, en caso de que la ciudad fuese asediada y sitiada y el enemigo acabase con el agua que llegaba por los ramales del acueducto de Valente.

Fue el mismísimo Justiniano, ese último emperador romano, autor del primer código civil o artífice de la Iglesia de Santa Sofía, quien mandó edificar el Palacio Sumergido de Estambul, aquel que acabó convirtiéndose en el mayor depósito acuífero del Gran Palacio Bizantino.

A mediados de la década de los 80 del siglo XX, las autoridades de Turquía comenzaron las labores de restauración de la Cisterna Basílica, de la que se llegaron a extraer 50.000 toneladas de lodo. Quedó impecable para su explotación turística, acondicionándola con un entramado de pasarelas que permiten al visitante pasear por las instalaciones casi caminando sobre las aguas; nada más y nada menos que unos 80.000 metros cúbicos.

En esta inmensa ‘catedral’ subterránea, tan descomunal depósito de agua guarda tesoros llegados de todas partes del mundo ‘pagano’, como las numerosas columnas dóricas, jónicas y corintias y algunas cabezas de gorgonas.

Fotografías de Bruno Girin, Briansuda, kahumphrey, beggs, Jeremy Vandel y dstrelau.
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